No! la vida humana no es toda la vida!
La tumba es vía y no término...Sale el hombre de la vida,
como tela plegada, ganosa de lucir colores, en busca de marco;
como nave gallarda, ansiosa de andar mundos, que al fin se da a los mares.
La muerte es júbilo, reanudamiento, tarea nueva.
La vida humana sería una invención repugnante y bárbara,
si estuviera limitada a la vida en la tierra...
Morir no es nada, morir es vivir, morir es sembrar.
El que muere, si muere donde debe, sirve...vale y vivirás.
Sirve y vivirás. Ama y vivirás. Despídete de ti mismo y vivirás.
la inmensa eternidad que no perece,
no muero nunca: eternamente vivo:
yo sé bien donde el Sol nunca anochece.
Estas palabras pertenecen a José Martí, han sido escogidas de diferentes poemas suyos. Son parte de la visión martiana sobre la experiencia y el sentido de la muerte como nacimiento a una nueva vida, y la vida más allá de la muerte como la cosecha de la propia vida.
Les invito a meditar en la resurrección de Jesús a partir de su propia vida como dador de vida, como aquel que también levantó a otros de la oscuridad y la muerte. En uno de sus documentos, la Conferencia Episcopal Latinoamericana afirma: “La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás”. La resurrección de Jesús es también el resultado de una vida que anduvo entre nosotros sembrando esperanza. Por eso, Jesús es resucitado por la fuerza del amor y la justicia de Dios.
Proclamar la resurrección de Jesús el Cristo ha sido desde sus inicios y hasta hoy el anuncio central de la iglesia, la buena noticia que ha dado sentido a la vida y misión de la iglesia. La iglesia ha sido llamada a creer en este anuncio y a ser portadora de este mensaje. Jesús dice a Marta: “todo el que vive y cree en mí, no morirá”. Es una frase donde se conjugan el vivir y el creer porque son dos actitudes inseparables del testimonio cristiano que busca ser fiel al evangelio de Jesús.
No basta creer sino que es preciso vivir ese mensaje. Es necesario que nuestra vida se vuelva un mensaje y que nuestro mensaje se haga explícito en nuestra vida. Será nuestro testimonio cotidiano la mejor manera de comunicar nuestra fe en Jesús. Ha de haber una coherencia entre lo que creemos y lo que hacemos, entre lo que decimos y practicamos. Recuerdo aquí las palabras de Francisco de Asís: “Prediquen el evangelio, y si es necesario usen las palabras”.
El segundo momento se enmarca en los versos 28-37 donde ocurre un segundo encuentro, esta vez entre Jesús y María. Ahora prima lo afectivo-emocional por encima de lo reflexivo-teológico. Tanto Marta como María expresan su dolor a Jesús con las mismas palabras: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Dios escucha nuestro llanto y está atento a nuestro sufrimiento aún cuando lo sintamos ausente o lejos. Dios derrama sus lágrimas, pero no se conforma con ser solidario en el quebranto, sino que devuelve la esperanza a las personas angustiadas, nos devuelve el aliento de vida allí donde pensábamos que todo había terminado.
El tercer momento relata con sobriedad y sencillez el gesto resucitador de Jesús, precedido por una hermosa y humilde oración de acción de gracias a Dios. Jesús alzó su mirada a lo alto y dijo: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado”. En esta oración Jesús declara la verdadera razón de sus actos: el bien de los demás y no su propia honra. La fe profunda y sincera que aprendemos de Jesús es la fe que nos permite percibir la gloria divina, es decir, la presencia y acción histórica y salvadora de Dios.
Después de esta breve oración, Jesús gritó al que estaba muerto: “¡Lázaro, ven fuera! Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: ¡Desátenlo y déjenlo ir!”.
En el testimonio de los evangelios, el acto de resucitar es equivalente al acto de levantar a alguien de su lecho de muerte. Levantarse, ponerse en pie, erguir la cabeza y afirmar la dignidad y la vida propia es la imagen más elocuente de la resurrección. La liberación que produce en nosotros la experiencia de la resurrección se vuelve también un testimonio por la vida y la libertad, con el cual nos comprometemos al afirmar que somos la iglesia del Cristo Resucitado. La resurrección es entonces una buena noticia que debemos compartir en gestos concretos de amor y liberación.
La resurrección de Jesús comienza a tomar cuerpo en nosotros cuando empezamos a salir de nuestro egoísmo para abrirnos a la vida de Dios, cuando nos quitamos las vendas de nuestro cuerpo y el sudario de nuestro rostro, y salimos fuera, y echamos a andar como personas libres, resucitadas. Cuando nos identificamos con Jesús, con su entrega por la vida del mundo, por la vida de sus amigos, podremos resucitar con él y seguir siendo una presencia viva en medio de la comunidad humana que sigue luchando por la vida abundante.
No solo levantarse sino también salir de nuestro encierro. He aquí dos imágenes poderosas de lo que significa la resurrección en nuestra vida. Ya lo había anunciado Jesús en sus palabras en la sinagoga de Nazaret al principio de su ministerio: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres, me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a predicar el año agradable del Señor”.
Estos tres momentos que hemos visto en al relato de la resurrección de Lázaro contienen los ingredientes de un seguimiento auténtico de Jesucristo: dando razón de nuestra fe y amando al ser humano, siendo solidarios con su dolor, “llorando con los que lloran” es que podremos generar verdaderos gestos de esperanza, resurrección y vida. Jesús vuelve a afirmar la vida, aún en los momentos de mayor desconsuelo. El regreso de Lázaro a la vida, motivado por el amor de Jesús, es el anuncio de la resurrección más plena que llegaría en la experiencia de Jesús. Pero es también la invitación que Jesús nos hace, desde sus propios gestos de resurrección, para que nosotros seamos una comunidad de resurrección, vida y esperanza.
Ese ha sido el mensaje central del testimonio cristiano hasta nuestros días: Jesucristo ha resucitado, él vive en medio nuestro y comparte con nosotros y nosotras esa vida nueva. Nos llama también a vivir como él, a entregarnos como él, para así mismo resucitar con él. Para la fe cristiana la muerte no es el final de la historia. Creemos en una historia transformada por la irrupción de la vida eterna donde la muerte dejará de ser. La resurrección, más que promesa para un “más allá”, es inspiración para el “más acá”, es la constante pregunta de cómo ser semillas de vida eterna en tantos corazones dormidos.
